De ser raro y desconocido, este documento único que se consideró apócrifo entre los expertos, se ha convertido en el cuarto códice maya prehispánico legible más antiguo (siglo XII) del continente americano, y en el más estudiado.
En la determinación de la autenticidad del Códice Maya de México, antes Grolier, tuvo un papel fundamental un equipo multidisciplinario de la UNAM en filología, física, estética, entomología forense e ingeniería.
Ningún manuscrito se había examinado tan escrupulosamente, centímetro a centímetro, como éste. Se le practicaron exámenes de datación, materiales orgánicos e inorgánicos, técnicas de factura, entomología, iconografía, microscopía, fotografía en el espectro visible e invisible, caracterización químico-mineralógica, morfometría, cronología, astronomía, estilo y simbolismo, entre otros.
Erik Velásquez García, del Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE), coordinador del posgrado en Historia del Arte e integrante del equipo multidisciplinario que convocó el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) para analizar el documento, indicó que el códice abre una nueva ventana al conocimiento de nuestro pasado:
“Jamás habíamos estado ante uno del siglo XII y esa es una de las razones por las que parecía extraño. A diferencia del resto de los códices legibles que conocíamos, que se hicieron poco antes o después de la Conquista, éste proviene de un periodo del que tenemos poca información en cuanto a la arqueología e historia del arte”.
El experto señaló que el códice procede de saqueo y se tuvo noticia de él a partir de los años 60 del siglo pasado; se dio a conocer públicamente en 1971, en la exhibición Ancient Maya Calligraphy, en el Club Grolier de Nueva York. Casi de inmediato comenzó la polémica y se generaron dos bandos académicos: uno que defendía su autenticidad y otro que consideraba que el papel era antiguo, pero pintado en el siglo XX.
Aunque ya se habían hecho investigaciones, los análisis faltantes para aclarar este misterio no estaban completos. “Se necesitaba volver a examinar las fibras, realizar estudios de radiocarbono controlados y más sistemáticos, microscopía y química orgánica e inorgánica”, relató el historiador del arte.
El año pasado el INAH, institución encargada de resguardar el documento, convocó a un equipo multidisciplinario e interinstitucional para determinar su autenticidad. El proyecto estuvo encabezado por Baltazar Brito Guadarrama y la restauradora Sofía Martínez del Campo.
El códice, palmo a palmo
Del Códice Maya de México se conservan 10 páginas –que miden en promedio 18.4 centímetros de alto y se teoriza debieron pertenecer a un conjunto de por lo menos 20– que tienen como soporte tres capas de corteza de amate. Se hicieron pruebas a diferentes partes para determinar la fecha de la muerte de los árboles que dieron origen a esas fibras.
Los estudios de radiocarbono y espectrometría de masas con aceleradores, realizados por integrantes del Instituto de Física (IF) y de la Facultad de Ciencias, establecieron que eso ocurrió entre los años 1026 y 1157 de nuestra era (siglos XI o XII). También se comprobó que no hay en el códice técnicas ni materiales que hayan sido introducidos a América tras la Conquista. Los resultados fueron contundentes y comprobados por laboratorios en EU, expuso Tomás Pérez Suárez, coordinador del Centro de Estudios Mayas del Instituto de Investigaciones Filológicas (IIFL).
Corina Solís Rosales, del Laboratorio de Espectrometría de Masas con Aceleradores, del IF, precisó que se adquirieron pequeñas muestras de las hojas y se encontró que los árboles de donde tomaron las cortezas para elaborar los soportes murieron entre los años 1026 y 1157.
En el códice únicamente se había determinado la química inorgánica; faltaba la orgánica. “Confirmamos que el negro viene del pigmento conocido como negro de humo, que posiblemente procede de la combustión del ocote, y el rojo de la hematita, la forma mineral del óxido férrico”, subrayó Velásquez.
El Códice Maya de México es reflejo de su momento histórico, porque en sus materiales es pobre y en su factura es crudo. En su texto no hay verbos ni sustantivos, a diferencia de los otros códices mayas; solamente hay datos calendáricos, expuso Pérez Suárez.
Su temática, estudiada por Erik Velásquez, se relaciona con la muerte, la enfermedad, la desgracia. Temores que tenía la gente de su tiempo. Se trata de registros del planeta Venus en sus cuatro fases canónicas aparentes. Ese planeta pasa mucho tiempo sin ser visto; los antiguos mayas y mexicanos creían que en esos momentos estaba en el inframundo y que cuando regresaba al cielo llegaba acompañado de muerte, desgracia, enfermedad, hambruna, guerra y desordenes.
“Busqué año por año, desde 1026 hasta 1350, todas las veces que Venus apareció como estrella de la mañana, y después convertí esas fechas al calendario maya, a la cuenta larga y a la rueda de calendario; buscaba el momento idóneo donde la fecha 1 ajaw –escrita originalmente en la última página del códice–, momento sagrado de los cómputos de ese planeta, se aproximó más a la primera salida de la estrella de la mañana, y estuvo cerca de un eclipse visible. Encontré que la mejor solución era entre el 4 y 7 de diciembre de 1129”, explicó.
Carlos Pedraza, del Laboratorio de Entomología Forense, de la Facultad de Medicina de la UNAM, reveló con microscopio que el documento está mordisqueado por artrópodos, señal de que estuvo en contacto con insectos, y un caparazón de ácaro, parásito de insectos dedicado a descomponer la carne de los muertos, indicio de que estuvo posiblemente junto a un cadáver.
El libro más antiguo del continente es atípico en muchos sentidos, porque procede de una época anterior a la del resto de los códices que podemos ver por dentro, y porque parece que no viene de la península de Yucatán o el Petén, sino de algún lugar cercano o intermedio entre Chiapas y Tabasco, añadió Velásquez.
En su estudio iconográfico también intervino Saeko Yanagisawa, del Seminario Interdisciplinario de Bibliología, del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, que dirige Marina Garone Gravier.